Manuel Ramiro Hernández
Manuel Ramiro Hernández.
Med Int Méx 2024; 40 (1): 86-87. https://doi.org/10.24245/mim.v40i1.9518
Alberto Lifshitz
Academia Nacional de Medicina.
En un lapso de unas cuantas semanas murieron dos pilares icónicos de la medicina interna en México: Alberto Frati y Manuel Ramiro.
Al margen del desarrollo curricular de Manuel Ramiro, el que ya se encargarán otros de reseñar y que se puede consultar ahora en las redes sociales, mi referencia no es tanto a lo mnemónico como a lo emocional, más al corazón que al cerebro. Estoy seguro de que muchas personas tienen anécdotas con Manuel Ramiro como protagonista; yo voy a relatar las mías como un homenaje a su memoria.
Cuando el Dr. José Laguna, entonces director de la Facultad de Medicina de la UNAM, convocó en el decenio de 1970 a los 11 profesores de los cursos de especialización en Medicina Interna que había en la Ciudad de México, nació la idea de constituirse como un grupo colegiado que impulsara esta especialidad relativamente nueva en México, en donde se había transitado de la medicina general hacia la especialidad de rama, sin considerar un área intermedia, que era la Medicina Interna. Manuel Ramiro y yo éramos residentes del último año y nuestros respectivos profesores nos encomendaron la “talacha” burocrática para avanzar en tal proyecto que culminó con la creación de la entonces llamada Asociación de Medicina Interna de México (AMIM) y que posteriormente se convertiría en Colegio. Allí empezamos a trabajar juntos hace más de 50 años. También redactamos juntos el borrador de los primeros estatutos del Consejo de Medicina Interna y sustentamos el primer examen, como muestra de nuestra convicción en favor de la propuesta y para ver si podíamos arrastrar a los demás egresados del curso de especialización, dado que había grupos que cuestionaban la necesidad de que hubiera un certificador externo. De allí quedamos ligados a ambas instituciones, Colegio y Consejo, y participamos en sus cuerpos directivos, con o sin cargo. Ambos fuimos presidentes del Consejo y del Colegio en su oportunidad.
Desde entonces nuestras vidas quedaron vinculadas. Compartíamos intereses profesionales y afinidades extraprofesionales, particularmente en nuestro gusto por la literatura. Él era un lector ávido, devoraba los libros, los leía en un tiempo récord (sin el artificio y los trucos de las técnicas de lectura rápida). Casi nunca le pude recomendar un libro porque en cuanto lo hacía me informaba que ya lo había leído. En lo que nunca tuvimos un acuerdo fue en su afición (o pasión) por la tauromaquia vinculada con el origen de su padre; tampoco compartí su gusto por los caballos, casi también profesional, pero por supuesto que siempre respeté ambos intereses.
Tenía una justificada y legítima devoción por su hija y sus nietos, con quienes tuvo una hermosa relación, plena de madurez y respeto. El desarrollo de su única hija fue ejemplar, y hoy es una experta reconocida en su área, y los nietos parecen seguir un camino similar. También se enorgullecía de su esposa, hoy una reconocida investigadora, sólida y galardonada.
Varios proyectos que desarrollamos juntos enriquecieron nuestra amistad, empezando por responsabilidades académicas similares, aunque en distintas instituciones. Ambos fuimos directores de hospital. Fuimos contemporáneos en funciones directivas dentro de la Secretaría de Salud, y en proyectos de medicina privada. Su cultura literaria y su capacidad de apreciar el lenguaje escrito lo orientaron a hacerse cargo de la edición de la revista Medicina Interna de México durante muchos años. Éste es uno de sus legados más importantes pues la publicación ha alcanzado una proyección internacional y abrió las puertas para opiniones e investigaciones procedentes de los estados del país –mucho tiempo marginados, salvo los de los grandes centros urbanos–, como se puede ver ahora. Cuando fungí como editor de Gaceta Médica de México, órgano oficial de la Academia Nacional de Medicina, tuve la fortuna de contar con su asesoría como uno de los editores asociados. Al hacerme cargo de la Academia de Médicos Escritores, aceptó el nombramiento de vicepresidente, y no alcanzó a convertirse en presidente para lo cual estaba destinado a corto plazo. También me acompañó en una incursión dentro del Instituto Mexicano del Seguro Social en la Unidad de Educación, Investigación y Políticas de Salud. Dentro de la Facultad de Medicina alcancé a facilitar un poco su designación como profesor de una asignatura optativa sobre Literatura y Medicina de la que –me consta– obtuvo una enorme satisfacción, y creó nuevos lectores entre los estudiantes a quienes contagió el gusto por la literatura.
Fue un crítico generoso de mis escritos, lo cual me permitió superar la autocrítica. Promovió bondadosamente mis libros en su habitual sección de la revista que llamó “El rincón del internista”. Estaba al tanto de los acontecimientos mundiales y expresaba su opinión por escrito en su columna digital. Entendió perfectamente la orientación de las publicaciones de la editorial de mi esposa, la Dra. Herlinda Dabbah, y ayudó a promoverla como un espacio para que los médicos, otro personal de salud y los pacientes pudieran expresarse literariamente.
Es difícil concretar sus múltiples legados y ponderarlos sin el sesgo de la amistad y el cariño, pero destaco algunos: su papel en la creación del Consejo y el Colegio de Medicina Interna, los múltiples discípulos que lo respetan y lo quieren, sus diversos escritos (y sé de algunos que quedaron sin publicarse, entiendo que por no poder superar la autocrítica); la edición de una gran cantidad de libros médicos; la inducción del gusto por la literatura en los estudiantes de medicina; los muchos afectos que cultivó y a los muchos que ayudó; su prestigio como médico y como prototipo de internista; su hermosa familia y un nombre respetado y querido, tanto por sus logros como por su incuestionable bonhomía.
Recibido: diciembre 2023
Aceptado: diciembre 2023
Este artículo debe citarse como: Lifshitz A. Manuel Ramiro Hernández. Med Int Méx 2024; 40 (1): 86-87.
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